De manos de los reyes Felipe y Letizia, el autor valenciano recibió la medalla del Premio Cervantes
Foto: Revista ¡Hola!
Texto: Darcy Borrero
Debido a su frágil salud y la pandemia del coronavirus, el poeta Francisco Brines, de 89 años, no pudo desplazarse a Alcalá de Henares (Madrid) el pasado 23 de abril para asistir a la tradicional ceremonia en la que le entregarían la medalla del Premio Cervantes. Pero —como dice el refrán— si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma, y fueron los reyes de España quienes se desplazaron hasta la “casa” del poeta en la población valenciana de Oliva, específicamente hasta el patio interior de la masía de Elca.
Eso sí, como digna sorpresa, se lo ocultaron, y no fue hasta el día antes de la entrega que le comunicaron la visita de los Reyes. Aunque eso pudo evitarle más nervios, según los medios locales, el poeta estaba expectante y nervioso desde que supo la noticia.
En la ceremonia íntima, Brines les regaló el que califican como su libro más preciado: La iluminada rosa negra (Editorial Ahora) y Premio Nacional al mejor libro de bibliófilos en 2004. Se trata de una antología de 40 poemas con 20 serigrafías del pintor murciano y amigo del escritor Antonio Martínez Mengual.
A puertas cerradas, Brines obsequió al resto de los presentes otra antología de sus poemas, recientemente editada por el Fondo de Cultura Económica y la Universidad de Alcalá.
Este es el segundo año consecutivo en que los Reyes Letizia y Felipe se desplazan para entregar el Cervantes, el más importante premio literario en castellano y dotado con 125.000 euros. En 2020, cuando la pandemia hacía todo más incierto y difícil, viajaron a Barcelona para dárselo al poeta Joan Margarit, quien falleció hace tres meses.
Francisco Brines ha recibido grandes reconocimientos por su obra e indiscutiblemente un premio como el Cervantes anima a muchos lectores a acercarse a sus escritos. Te dejamos a continuación una pincelada:
Con quién haré el amor
En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.
Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.
Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.