Texto y Fotos: Michel Hernández
Un día antes de su concierto Oscar Sánchez era un cubano extraviado en Madrid. El músico le había dejado a su celular la aventura de desplazarse de un lado a otro de la ciudad y la tecnología le jugó una mala pasada. Lo perdió entre las bocas del metro, las arterias de la ciudad y la ansiedad de la premura. Oscar vive en Almería, en la comunidad de Andalucía, y se dejó caer este 26 de enero en Madrid para subir al escenario de la Taberna Alabanda y presentar una serie de canciones que le han dado cuerpo y materia expresiva a su carrera.
De su extravío volvió a tiempo para ordenar todos los detalles de la producción de su concierto y poner a punto un repertorio que, si bien lo identifica entre su público, su guion cobra nuevas dimensiones al interpretarlo fuera de la tierra en que nacieron sus canciones.
Cuando un músico cubano actúa en Madrid o en cualquier otra ciudad foránea se enfrenta por lo general a un paisaje incierto. La incertidumbre brinda, por otro lado, un rosario de posibilidades. Quizás las más evidentes serían que una nueva franja de público reconozca su obra y el reencuentro con seguidores con los que había perdido el contacto directo tras el proceso en común de migrar.
El concierto estaba pactado para las 9:00.p.m. El espacio era muy acogedor, con una capacidad de público nada despreciable. En las cercanías de la hora fijada Oscar y su manager revisando detalles técnicos del audio. Al abrir las puertas la sala se fue llenando de a poco y al inicio del concierto quedaban vacíos solo algunos asientos. La mayoría eran cubanos, entre ellos trovadores como el santaclareño Raúl Marchena, que conocían el origen de la obra de Oscar y esperaban que su voz, humeante, comenzara a recorrer las calles y los pasillos, a veces quebradizos, en que se mueve su música.
Oscar, ya vencidos los primeros minutos del desasosiego, tomó su guitarra y arrancó con un concierto en el que estuvo actuando junto a su mejor versión. Eran dos personas sobre el escenario. Oscar y su alter ego, Camaguaconda como se hace llamar en sus redes sociales y entre su público también offline. Ambos se fusionaron para ser uno solo. El músico, el show, el cantautor, el explorador de sonidos que va de un lado a otro de los orígenes musicales de su tierra y los devuelve lo mismo con la vocación de un punk, que de un cantautor que está ante miles de personas en un estadio.
Cualquier persona que escuchara el sonido de lejos podría asegurar que allí estaba actuando una banda, que no era solo Oscar y su alter ego, que no eran solo la unión de ambas personalidades sobre un escenario. Porque la energía y la fuerza que desprende este artista, volcánico desde sus raíces, es solo comparable con los destellos de una banda en toda regla.
El músico va desde el son, la guaracha, el folclor latinoamericano, e ska, la trova y el rock and roll como quien se bebe un vaso de agua. No hay medias tintas. A veces quiere contenerse sobre el escenario, pero no lo logra y vuelca todos los ritmos que tiene en su garganta sobre el público, para armar una suerte de orgía sonora que solo puede terminar en el éxtasis colectivo, en la última palabra que más adelante pronunciará para despedirse.
Pero ahora es un animal de escenario. Contorsiona el cuerpo como un obrero del circo y nadie sabe cómo en medio de los movimientos reptilianos puede tocar la guitarra. Pero lo hace. De sus canciones salen motivos para a la celebración del ritmo y para la angustia. Para su angustia, que de alguna medida se parece a la que viven en silencio algunas de las personas cuyos ojos brillan en la oscuridad, encendidos, quizás por el propio brillo de los ojos del músico.
El holguinero alude a que la migración es un proceso complejo, alude a lo que está viviendo en Almería y a lo que está viviendo en general, en España, su nueva tierra. A pesar de sus palabras es difícil imaginarlo fuera de las cuatro paredes de la isla. Del agua por todas partes. De la circunstancia. Pero ahí está en medio de una noche de Madrid, reinventándose, afianzándose a sus raíces para permanecer y expandirse como lo ha ido logrando durante su carrera. Y no está solo. Oscar es también cada uno de los que aquí están repitiendo sus canciones, sus estribillos, y reafirmando las razones que los llevaron a estar lejos de la isla y de los escenarios habituales de sus vidas.
En el concierto repasó los temas de Acqua Di Oscareto y de otras obras de su carrera. La presentación surfeó sobre la ola expansiva de su obra, de su voz, de sus movimientos circulares sobre la escena. Sobre sí mismo. En ese camino que fue de su corazón al público hubo varios momentos notables. Entre ellos la interpretación de Los dos príncipes, una versión magnífica del poema de José Martí. Originalmente la obra fue grabada con un quinteto de cuerdas que la revistió de una atmósfera ciertamente atrapante.
Con una interpretación solamente a guitarra no pierde el poderío que le otorga el músico. Oscar la defiende como un poema vivo y abierto a múltiples compresiones que no reniegan de la actualidad cubana.
A los pies del escenario Marchena, también fotógrafo y realizador, congelaba a Oscar en una serie de fotografías que dan testimonio del paso del cubano por Madrid. Una muchacha, cercana al trovador-fotógrafo, comentaba que Oscar era una especie de Pedro Luis Ferrer joven convertido a la religión del punk. El trovador sonrió. Quizá porque escuchó la comparación o quizá porque ya en ese momento ha había pasado la prueba de fuego ante lo desconocido.
La observación es sumamente interesante. Porque el músico (Oscar) comparte con Pedro Luis el interés en derivar hacia las esencias de su tierra pero lo hace de la única manera que puede hacerlo. Convirtiéndose en un artista que se multiplica en diferentes personalidades que tienen en común su misma vocación volcánica; en un músico que empieza a comerse el mundo desde su nueva base de operaciones y que tiene todas las condiciones para alcanzar el triunfo (sea lo que sea que interprete como tal) desde esa música que no tiene límites en su elaboración y que continuamente evoluciona de acuerdo a las rupturas de fronteras musicales y espirituales que se ha impuesto esa amalgama entre carne, sangre y sonido que va por explosionando por el mundo bajo el nombre de Camaguaconda.